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martes 3 de enero de 2012
Valoración:
IGNACIO CAMACHO
PARA hacerse una idea cabal de la inflación de la etapa del euro no hay que mirar las estadísticas del IPC (31,6 por ciento según el INE); basta con un simple ejercicio de imaginación. Simplemente salgan a la calle con treinta euros en el bolsillo y comparen lo que dan de sí con cinco mil pesetas de hace diez años. Prueben en el café, en el quiosco, en la panadería, en el estanco, en el cine, en el restaurante, en la gasolinera. Y ahora piensen por un momento en la temida pesetizacióny actualicen a la antigua moneda lo que pagan por el café, el pan, el combustible o el almuerzo. Se llevarán las manos a la cabeza. Los señores García, aquella simpática familia de plastilina que nos aseguraba en la tele que los precios no subirían, mintieron.
En esta década hemos aprendido a interiorizar el euro para la pequeña economía, la de la cesta de la compra, la de las cifras cotidianas de la subsistencia, y ello nos ha ayudado a olvidar no sólo la inflación sobrevenida por el coste de la vida en sí mismo, sino también la residual del redondeo de decimales que se produjo de forma inmediata a la reconversión monetaria. Seguimos convirtiendo a pesetas mentales las grandes cantidades, la de los presupuestos públicos o las de la vivienda, pero la asunción conceptual de los precios domésticos nos ha tendido una trampa de cálculo relativo. El litro de gasolina, 128 pesetas hace diez años, cuesta ahora más de doscientas; un café con tostada y zumo, quinientas. Esa inflación de la calle es muy superior a la de la estadística oficial y tiene un demoledor contrapunto relativo: el salario medio apenas ha subido un 14 por ciento. Y la recesión lo ha empujado a la baja; he ahí el retrato sencillo y crudo de un empobrecimiento colectivo.
Ésa es la historia, aunque no toda la historia. El euro impulsó las exportaciones, estabilizó la economía y dio cobertura a una etapa de prosperidad que se ha truncado de manera abrupta en los últimos años. Por las fisuras que quedaron abiertas al establecerse la unión monetaria se ha colado una pavorosa crisis financiera; no estaban previstas las trampas en aquel juego de apariencia honorable. La ruptura sería una catástrofe; el mal menor es ahora la continuidad de un sistema pensado desde el optimismo cuyas imperfecciones han aflorado al manifestarse las primeras dificultades. Las reglas no contemplaban que alguien dejara de pagar sus deudas.
El relato real de la crisis lo pueden contar aquellas cinco mil pesetas con las que uno podía pasar una jornada razonable. Hoy volarían en unas horas, sin margen para imprevistos ni lujos, con la fragilidad de un espejismo o de una bruma. Cinco mil pesetas al día son novecientos euros al mes; un salario por debajo de la frontera psicológica del mileurismo. Compárese el poder adquisitivo de entonces y de ahora y estará escrita la verdadera historia que los García no nos contaron.
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