IGNACIO CAMACHO
PARA hacerse una idea cabal
de la inflación de la etapa del euro no hay que mirar las estadísticas
del IPC (31,6 por ciento según el INE); basta con un simple ejercicio de
imaginación. Simplemente salgan a la calle con treinta euros en el
bolsillo y comparen lo que dan de sí con cinco mil pesetas de hace diez
años. Prueben en el café, en el quiosco, en la panadería, en el estanco,
en el cine, en el restaurante, en la gasolinera. Y ahora piensen por un
momento en la temida pesetizacióny
actualicen a la antigua moneda lo que pagan por el café, el pan, el
combustible o el almuerzo. Se llevarán las manos a la cabeza. Los
señores García, aquella simpática familia de plastilina que nos
aseguraba en la tele que los precios no subirían, mintieron.
En esta década hemos aprendido a interiorizar el euro
para la pequeña economía, la de la cesta de la compra, la de las cifras
cotidianas de la subsistencia, y ello nos ha ayudado a olvidar no sólo
la inflación sobrevenida por el coste de la vida en sí mismo, sino
también la residual del redondeo de decimales que se produjo de forma
inmediata a la reconversión monetaria. Seguimos convirtiendo a pesetas
mentales las grandes cantidades, la de los presupuestos públicos o las
de la vivienda, pero la asunción conceptual de los precios domésticos
nos ha tendido una trampa de cálculo relativo. El litro de gasolina, 128
pesetas hace diez años, cuesta ahora más de doscientas; un café con
tostada y zumo, quinientas. Esa inflación de la calle es muy superior a
la de la estadística oficial y tiene un demoledor contrapunto relativo:
el salario medio apenas ha subido un 14 por ciento. Y la recesión lo ha
empujado a la baja; he ahí el retrato sencillo y crudo de un
empobrecimiento colectivo.
Ésa es la historia, aunque no toda la historia. El euro
impulsó las exportaciones, estabilizó la economía y dio cobertura a una
etapa de prosperidad que se ha truncado de manera abrupta en los últimos
años. Por las fisuras que quedaron abiertas al establecerse la unión
monetaria se ha colado una pavorosa crisis financiera; no estaban
previstas las trampas en aquel juego de apariencia honorable. La ruptura
sería una catástrofe; el mal menor es ahora la continuidad de un
sistema pensado desde el optimismo cuyas imperfecciones han aflorado al
manifestarse las primeras dificultades. Las reglas no contemplaban que
alguien dejara de pagar sus deudas.
El relato real de la crisis lo pueden contar aquellas
cinco mil pesetas con las que uno podía pasar una jornada razonable. Hoy
volarían en unas horas, sin margen para imprevistos ni lujos, con la
fragilidad de un espejismo o de una bruma. Cinco mil pesetas al día son
novecientos euros al mes; un salario por debajo de la frontera
psicológica del mileurismo. Compárese el poder adquisitivo de entonces y
de ahora y estará escrita la verdadera historia que los García no nos
contaron.